Hemos venido a Península Valdés atraídos por la posibilidad de ver de cerca, de muy cerca, en su ambiente natural, a la Ballena Franca Austral.
El viaje que nos lleva al encuentro con las ballenas es una danza. Nubes, brisa, silencio.... La navegación por el mítico Golfo Nuevo es lenta y serena, sobre un mar de seda. Han transcurrido pocos minutos desde que nuestra nave zarpara de Puerto Pirámides. Un tiempo muy breve. El reloj lo demuestra. Sin embargo, el pueblo diminuto, con sus dunas y sus gentes tranquilas ha quedado muy lejos. Desproporcionadamente lejos. El pueblo ha quedado en otra dimensión, completamente distinta a ésta que nos abraza ahora. Hemos dejado a Puerto Pirámides anclado en lo más remoto del futuro.
Los turistas que colman esta pequeña embarcación provienen de todo el mundo. Hace pocos minutos, en Puerto Pirámides, esa diversidad de orígenes y lenguas era todavía audible. Ahora ya no. Porque a medida que nos adentramos en el silencio y en las aguas del Golfo Nuevo, viajamos también en el tiempo. Y lo hacemos hacia atrás, hacia lo primigenio, hacia una época anterior a Babel, hacia un origen y una lengua comunes.
Avanzamos sin perder de vista las costas. La tarde es gris. No se puede decir que el paisaje, por sus formas, por su luz, por sus colores, sea particularmente bello. En verdad, en este sitio no sirven para nada los criterios estéticos. Tampoco sirve hablar de tamaños. Nada aquí es grande o pequeño. Cualquier opinión o juicio son inapropiados, porque no nos encontramos en el universo de los sentidos. El lugar que visitamos está tallado en la misma materia sutil y friable con que está hecha la emoción.
Escucho las palabras del viejo, y comprendo que el guía de la excursión es, en realidad, el oficiante de una ceremonia que necesita de nosotros, los turistas provenientes de todo el mundo, para celebrarse. Y comprendo que Lorenzo y yo, sin saberlo, hemos venido a la Patagonia para participar de ese acto.